Febreiro 2024
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Cicatrices brillantes de Andrea Tomé
Nesta narración coñeceremos a Zoe, unha moza no último curso de bacharelato que tenta deixar atrás a anorexia. Despois dun desmaio na pista de xeo, os seus pais deciden levala a un centro onde coñecerá a outras persoas nas súas mesmas circunstancias e nas que verá aquelas partes que máis detesta de si mesma e ao mesmo tempo, ás que máis se aferra. Zoe tratará de compaxinar esta parte oculta da súa vida cunha máis convencional, de festas ocasionais, estudos e noivos, sen que ninguén advirta o que está a pasar no seu interior.
"El doctor echa un vistazo al historial médico que ha impreso, la mirada desciende hacia el número mágico.
—¿Qué sucedería si subieses de peso?
Me muerdo una uña.
—Lo odiaría. Me odiaría.
Me parece que papá se estira para decir algo, así que me apresuro a matizar:
—No me refiero solo al físico. Mi cerebro me gusta más cuando estoy delgada.
—Siempre ha estado delgada —logra decir papá—. O sea, no tant…
El doctor Herrera le indica con la mano que no siga. Me mira fijamente.
—¿A qué te refieres cuando dices que tu cerebro te gusta más?
—Soy más lista cuando no como —respondo, y ahora es mamá quien parece querer decir algo, pero no se lo permito—. Veo las cosas con más claridad. Y tengo más disciplina.
Papá mira de reojo a mamá ante esta apreciación.
El doctor me señala con el bolígrafo.
—Cuando el cuerpo no recibe la nutrición suficiente, crea adrenalina para seguir adelante. Hasta que agota las reservas de energía.
—Siento que tengo más control de las cosas cuando no como.
—¿Crees que llevas el control ahora mismo?
¿Llamarías «control» a desmayarte en una pista de hielo, ¿a que se te caiga el pelo y se te rompan las uñas?, ¿a estar aquí sentada?
—Más o menos. Tendría menos control si comiese.
El doctor Herrera ladea la cabeza.
—Cuando tratamos a un paciente con un TCA restrictivo, nuestra meta es llegar a un índice de masa corporal de veinte. —Me enseña las palmas de las manos—. Sé lo que me dirás: que el normopeso empieza en dieciocho y medio, muy cerca de tu IMC actual, pero ese es precisamente el problema. Los trastornos de la alimentación tienden a las recaídas, así que se precisa un margen de error. ¿Cómo te haría sentir si tuvieras un IMC de veinte y comieras las calorías necesarias para una chica de tu edad?
Arqueo una ceja. ¿Qué espera que le diga?, ¿«gorda»? La respuesta nunca es «gorda». No exactamente.
Veinte era el índice de masa corporal que tenía antes de Toronto. Veinte era el índice de masa corporal de la Zoe que llevaba aparatos en los dientes y el flequillo de lado, de la Zoe de mejillas perfectamente rosadas y perfectamente redondas, de la Zoe que quería escribir para Vogue/ser corresponsal de guerra/llevar un blog de sus viajes por el mundo.
Sé que esa Zoe no estaba gorda y sé, por supuesto, que esta tampoco lo está. No veo un cuerpo gordo cuando me miro en el espejo, sino un cuerpo raro, extraño, con un problema que no logro identificar. La parte superior es delgada, casi seca, los brazos largos y las clavículas afiladas como las de una bailarina; las piernas, sin embargo, son rollizas y blandas como las de un bebé. Soy el monstruo de Frankenstein hecho chica. Soy una colcha de patchwork con telas que no combinan entre ellas. Soy el reflejo en uno de esos espejos de las ferias que te hacen parecer gigante un segundo y diminuto al siguiente.
No puedo condensar todo esto en una sola frase, de modo que solo digo:
—Mal.
«Mal» no es suficiente.
—¿Qué quieres decir?
—Débil. Tonta. Vaga.
Papá mueve la cabeza con mucha pena.
—Cariño…
—Todo el mundo puede comer —digo—. No sé por qué yo solo puedo o dejar de comer o…
—¿Hacerlo excesivamente? —tantea el doctor Herrera.
Asiento. Al menos él también llama las cosas por su nombre.
—Es vergonzoso.
—Es la respuesta natural de un cuerpo que no recibe una nutrición aceptable. No es tu culpa.
Me gustaría poder decirle que se equivoca. Que de pequeña lloraba hasta quedarme sin voz porque no podía comer un bocado más de pollo/pasta/ternera/arroz/lo que fuera, pero que en cuanto me retiraban el plato exigía el postre. Que, en mi décimo cumpleaños, Noa y yo fuimos al cine y tuvimos que llamar a mamá porque nos habíamos gastado todo el dinero en chucherías y no nos quedaba para las entradas. Que a los doce años mi tía Gala me presentó las galletas digestivas con chocolate y me gustaron tanto que desayuné medio paquete.
El tamaño de mi hambre me aterra.
—Tu médico de cabecera ha indicado que tenías un IMC..." (pp. 29-31)