Algo que quería contarte de Alice Munro
Recompilación de trece contos que recollen as duras condicións de vida no campo e as probas ás que son sometidos os personaxes ao longo da súa existencia. As mulleres serán as verdadeiras protagonistas destes contos e os homes, o reflexo das súas ilusións ou os seus medos. Velaquí algúns dos títulos: La barca abandonada, Caminar sobre el auga, Marrakech, Dime sí o no, Verdugos, El valle de Ottawa, Cómo conocí a mi marido, El perdón en las familias. Unha presentación da vida cotiá da xente común, xente austera, silenciosa, tantas veces pobre, que garda os seus segredos e que a narradora, de xeito empático, intelixente e sutil irá revelando paseniño.
“(…) —Desde luego, sabe cómo fascinar a las mujeres —le dijo Et a Char.
No advirtió si se quedaba más pálida al oír ese comentario, porque Char era muy pálida por naturaleza. Ahora, con todo el pelo blanco, parecía un fantasma. Pero seguía siendo bella, eso no lo perdía.
—No le importan ni la edad ni la talla —insistió Et—. Supongo que para él es tan natural como respirar. Solo espero que esas pobres no se dejen engatusar.
—Yo no me preocuparía —dijo Char.
El día anterior, Et había aceptado la invitación de Blaikie Noble para ir a una de sus visitas guiadas y oír su perorata. A Char también la invitó, pero naturalmente ella no fue. Blaikie Noble llevaba un autocar. La parte de abajo estaba pintada de rojo y la de arriba a rayas, imitando un toldo. En los lados se leía: EXCURSIONES AL LAGO, TUMBAS INDIAS, JARDINES DE PIEDRA CALIZA, MANSIÓN DEL MILLONARIO, BLAIKIE NOBLE, CHÓFER, GUÍA. Blaikie tenía una habitación en el hotel, y también trabajaba en los jardines, con un ayudante, cortando el césped y podando los setos y cavando los arriates. Qué bajo ha caído, dijo Et a principios de verano cuando se enteraron de que había vuelto. Char y ella lo conocían de los viejos tiempos.
Así que Et se encontró apretujada en su autocar con un montón de desconocidos, aunque antes de que acabara la tarde había hecho varias amistades y se había comprometido a ensanchar un par de chaquetas, como si no tuviera ya bastante trabajo. Eso daba igual, su propósito era observar a Blaikie.
¿Y qué tenía para enseñar? Unos montículos cubiertos de hierba bajo los que yacían indios muertos, una parcela llena de pedruscos grisáceos tristes —con formas caprichosas parecidas remotamente a plantas (allí podía estar el cementerio, si querías)— y una monstruosidad de caserón antiguo construido con el dinero del alcohol ilegal. Explotaba todo al máximo. Un discurso histórico sobre los indios, luego un discurso científico sobre la piedra caliza. Et no tenía manera de saber cuánto había de verdad en las cosas que contaba. Arthur lo sabría; pero Arthur no estaba allí, allí no había más que mujeres bobas deseando caminar al lado de Blaikie al ir o al volver de los lugares de interés, charlar con él mientras tomaban el té en el Pabellón de Roca, deseando sentir su recia mano bajo el codo, la otra mano cerca de la cintura, cuando las ayudaba a bajar del autocar («Yo no soy una turista», le susurró Et tajantemente cuando lo intentó con ella).
Les contó que la casa estaba embrujada. Era la primera vez que Et oía esa historia, y había vivido a quince kilómetros de allí toda la vida. Una mujer había matado a su marido, el hijo de un millonario, o por lo menos se sospechaba que lo había matado.
—¿Cómo? —exclamó una señora, con una vehemencia desaforada.
—Ah, las señoras siempre están ansiosas por conocer los medios —dijo Blaikie con una voz untuosa, cargada de sorna y ternura—. Fue con un veneno lento. O eso dijeron. Todo son rumores, habladurías del lugar. —(«Del lugar y un cuerno», protestó Et para sus adentros)—. Por lo visto no le gustaban las amigas que frecuentaba. A la esposa. No, no.
Les contó que el fantasma vagaba de un lado a otro por el jardín, entre dos hileras de abeto azul. Quien se paseaba no era el hombre asesinado, sino la esposa, entre lamentos. Blaikie sonreía con aire compungido a los pasajeros del autocar. Al principio Et pensó que sus atenciones eran falsas, un vulgar señuelo para contentar a la clientela, pero poco a poco empezó a cambiar de idea. Se inclinaba hacia cada mujer con la que hablaba, sin importar lo gorda o escuálida o boba que fuera, como si deseara encontrar algo único en ella. Tenía una mirada dulce y risueña, pero seria, concentrada (¿era esa la mirada que los hombres tenían después de hacer el amor, y que ella nunca vería?), que le hacía parecer un buceador hundiéndose en las profundidades del mar, a través de la inmensidad y el frío y los restos sumergidos, para descubrir ese algo único que deseaba encontrar de todo corazón, algo pequeño y precioso, difícil de hallar, tal vez como un rubí en el fondo del mar. Le habría gustado describirle esa mirada a Char. Seguro que Char la había visto, pero ¿sabía ella con qué facilidad se prodigaba?
Char y Arthur habían estado planeando un viaje ese verano para ver el parque de Yellowstone y el Gran Cañón, pero no fueron. Arthur sufrió una serie de mareos justo al final de curso, y el médico le obligó a guardar cama. Salieron varios achaques. Era anémico, tenía arritmias y un problema de riñones. Et temió que fuese leucemia. Se despertaba por la noche de preocupación.
—No seas tonta —dijo Char con serenidad—. Es solo agotamiento.
Arthur se levantaba al anochecer y se quedaba en bata. Blaikie Noble iba a visitarlo. Decía que su habitación en el hotel era un agujero encima de la cocina, estaban intentando cocerlo al vapor. Por eso apreciaba el fresco del porche. Jugaban a los juegos preferidos de Arthur, juegos de maestro de escuela. Jugaron a uno de geografía, y también a ver quién conseguía formar más palabras a partir del nombre Beethoven. Ganó Arthur. Sacó treinta y cuatro. Estaba pletórico.
—Cualquiera diría que has encontrado el Santo Grial —dijo Char.
Jugaban a «¿Quién soy?». Cada uno tenía que elegir un personaje, real o imaginario, vivo o muerto, humano o animal, y los demás intentaban adivinarlo en veinte preguntas. Et supo quién era Arthur a la decimotercera pregunta. Sir Galahad.
—Nunca creí que lo adivinaríais tan pronto.
—He recordado lo que ha dicho Char del Santo Grial.
—«Tengo la fuerza de diez hombres —recitó Blaikie Noble el poema de Tennyson— porque mi corazón es puro.» No sabía que lo recordara.
—Deberías haber sido el rey Arturo —dijo Et—. Te llamas como él.
—Es verdad. El rey Arturo se casó con la mujer más bella del mundo.
—Ya —dijo Et—. Todos conocemos el final de esa historia.
Char entró en el salón y empezó a tocar el piano a oscuras.
The flowers that bloom in the spring, tra-la,
Have nothing to do with the case...
Cuando llegó Et, sin aliento, aquel junio pasado, y le preguntó:
—¿A que no adivinas a quién he visto por la calle en el centro?
Char, que estaba de rodillas recogiendo fresas, contestó:
—A Blaikie Noble.
—Le has visto.
—No, simplemente lo he sabido. Creo que lo he sabido por tu voz.
Un nombre que no se había mencionado entre ellas desde hacía treinta años. En ese momento, Et estaba demasiado asombrada para pensar en la explicación que se le ocurrió más tarde. ¿Por qué iba a ser una sorpresa para Char? En este país había un servicio postal, y lo había habido siempre.
—Le he preguntado por su mujer —dijo—. La de los muñecos. —(Como si Char no se acordara)—. Dice que murió hace mucho tiempo. No solo eso. Se casó con otra y también está muerta. Ninguna de las dos debía de ser rica. ¿Y dónde está todo el dinero de los Noble, del hotel?
—Nunca lo sabremos —dijo Char, y se comió una fresa (pp. 9-13 )
Se premes aquí podes escoitar e ler algún fragmento máis.
Na nosa biblioteca tamén podes atopar, da mesma autora, Demasiada felicidad.