DANA
Su nombre era Dana. Tenía el pelo negro y liso, completamente liso. Sus ojos eran dorados, casi amarillos. Sus labios no se distinguían de su piel, blanca como la cal, lo cual le daba un aspecto enfermizo. No hablaba mucho, mejor dicho, nada. Las personas que alguna vez la escucharon hablar afirman que su voz era fina y tenue, como un leve susurro fácilmente confundible con la brisa veraniega. Sobra decir que nunca se separaba de su muñeca a la que llamaba Die.
Nadie sabía de dónde venía, dónde vivía ni a dónde iba. Sólo se sabía que cada día, al anochecer, nadie la veía. Era como si desapareciese, como si se la hubiera tragado la tierra. Yo sí la vi. Tenía entonces como cuatro o cinco años. La vi corriendo hacia el bosque de Middletown, descalza y con una túnica. Curiosamente, en aquel momento me pude fijar, escondido entre los matorrales, que no llevaba a Die encima.
[…]
Aquel día vi a Dana más juguetona de lo normal. Teníamos entonces doce años y ella estaba en mi clase, a la que en muy pocas ocasiones acudía, y los días que lo hacía era obligada. Ese día, Dana se puso a jugar con Die mientras la tutora impartía la clase. Aquella muñeca era la única que escuchaba la voz de la niña. Dana le susurraba al oído y hacía como si ella le respondiese, llevando una rara conversación.
- Dana… -dijo la maestra- ¿qué haces?
De repente, Dana levantó la cabeza y miró a su profesora. Toda la clase dirigió su mirada hacia ella. Entonces, el aula entera se sumió en un profundo silencio que en seguida se rompió.
- ¿No eres un poco mayor para jugar con muñecas? Tienes doce años –insistió-. Anda, tráemela.
Dana negó con la cabeza.
- Dana, dame tu muñeca… ¡Ya!
La niña se mostró indiferente y temblorosa continuando su juego con Die. Mientras tanto, la profesora, cruzó la clase entera marcando cada paso con sus tacones. Al llegar junto al pupitre de Dana, la miró, y con un ágil y rápido movimiento, le arrancó la muñeca de las manos. En pocos segundos, la profesora estaba de vuelta en su mesa donde dejó a Die apoyada. Cuando se dispuso a retomar la explicación, Dana se levantó de su silla y se dirigió a la mesa de su tutora. Al intentar coger su muñeca, la maestra la elevó en el aire evitando que la tocase siquiera.
- ¡No! –gritó Dana–. ¡A ella no le gusta que la cojan así! ¡Se va a enfadar!
La clase entera se puso a reír a carcajadas, mientras yo contemplaba triste como la niña se puso a llorar diciendo que le devolviese la muñeca, mientras saltaba para lograr alcanzarla, pero no lo consiguió.
[…]
Aquella tarde sentí la necesidad de ir a casa de la profesora. No sé por qué, pero noté que algo me decía que fuese. Aún había algo de claridad fuera cuando estaba yendo por aquellos caminos y pensando por qué iba allí.
Cuando llegué a su casa me dispuse a llamar, aunque pronto me di cuenta de que la puerta de aquella casa estaba entreabierta. No sabía si tocar el timbre o no, pero al final entré sin llamar. Cuando estaba dentro, me giré para cerrar la puerta, y de paso, encender la luz, cuando me di cuenta de que oía una especie de goteo. Me giré y… asustado por lo que vi me eché a llorar. Allí estaba Dana, apuñalando reiteradas veces a la tutora. Tenía el cuchillo lleno de sangre. Un cuchillo de unos treinta centímetros con el filo liso. De repente se detuvo, miró y vino hacia mí. Entonces, soltó el cuchillo y con sus manos, secó las lágrimas de mis mejillas. Luego se agachó, cogió el cuchillo y yo, apoderado por el miedo, cerré los ojos. No quería presenciar el momento de mi muerte. La puñalada que me detendría el corazón. Esperé unos segundos, para mí una eternidad, pero la puñalada no llegaba, entonces me atreví a abrir un ojo. Con la sorpresa, abrí los dos, descubriendo que Dana estaba lamiendo la sangre de la punta del cuchillo.
- ¡Vete! –dijo ella-. ¡Corre y no vuelvas ni te detengas! Die lo ha visto todo, incluso cómo tú mirabas…
Entonces, me fijé en que, ciertamente, aquella maldita muñeca de porcelana tenía la cabeza girada hacia mí, mirándome con sus profundos ojos. Me eché a correr hacia mi casa.
[…]
A la mañana siguiente, Dana se sentó a mi lado en el aula y cuando nos tocó la asignatura que impartía la tutora, entró por la puerta un profesor suplente indicando que la maestra había desaparecido en extrañas circunstancias.
- Anoche… -me dijo Dana. – Anoche maté a mi muñeca…. Le corté la cabeza, porque me dijo que sabías demasiado, pero tú me caes bien. Nunca lo haría. Aún tengo el sabor de la sangre de Die en mi boca…