Outubro 2021: "La Puerta"
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La puerta de Manel Loureiro
A descuberta do cadáver dunha rapaza, asasinada mediante unha antiga forma ritual aos pés da mítica “Porta do Alén”, desconcerta aos seus investigadores. A axente Raquel Colina é unha recen chegada a ese recuncho perdido de Galicia para tratar de salvar ao seu fillo, ao que a medicina xa non pode curar. Sen outra alternativa, Raquel recorrerá a unha menciñeira local, que prometía a súa sanación. Con todo, a misteriosa desaparición da curandeira e o descubrimento da vítima da Porta fan sospeitar a Raquel que ámbolos dous casos poden estar relacionados.
A Porta do Alén, un conxunto megalítico, está na cima do Monte Seixo (Cerdedo-Cotobade). O autor da novela topouse con ela facendo sendeirismo: «É un pequeno Stonehenge galego. No solsticio de inverno o sol ponse a través desa porta. Preto da Porta do Alén, ademais, está o Marco do Vento, un menhir de cinco metros que marca a entrada no territorio do mundo dos mortos. O que máis me chamou a atención é que o lugar mantivese o seu uso a través dos tempos e teña mesmo sobrevivido ao cristianismo» declarou o escritor nunha entrevista para o xornal La Voz de Galicia. Este lugar é o escenario da lectura que che recomendamos para este outubro e que tes ao teu dispor na nosa bibblioteca.
O AUTOR.-Manel Loureiro é avogado de profesión e escritor de vocación, el di que chegou á escrita por accidente. Traballou como guionista e comentarista para a TVG ou Cuarto Milenio, tamén colabora noutros medios como a Cadea SER e o Diario de Pontevedra. Saltou á fama coa publicación das novelas zombie: con Apocalipse Z, que comezou como un blog na internet e terminou sendo unha triloxía. Despois chegaron O último pasaxeiro, Fulgor e Vinte, con traducións a varias línguas.
Nas redes sociais:
https://www.instagram.com/manel_loureiro/?hl=es
https://twitter.com/Manel_Loureiro?ref_src=twsrc%5Egoogle%7Ctwcamp%5Eserp%7Ctwgr%5Eauthor
Nos xornais:
https://www.lavozdegalicia.es/noticia/deza/cerdedo/2020/10/23/puerta-novela-cerdedo/0003_202010D23C5995.htm
https://www.lavozdegalicia.es/noticia/pontevedra/pontevedra/2021/08/01/empece-escribir-accidente/0003_202108P1C4996.htm
UN FRAGMENTO DE LA PUERTA.- Santiago tenía la extraña sensación de que todos sus movimientos se habían transformado en una moviola a cámara lenta. Agarró la llave, que estaba helada, y la sacó de entre las zarzas. Con ella entre las manos subió pesadamente los escalones, hasta alcanzar una plataforma superior. Y ahí llegó la primera sorpresa.
Frente a él se alzaba una estructura compuesta por un puñado de piedras ciclópeas que formaban algo parecido a una puerta. Las dos piedras laterales, cada una de varias toneladas de peso, se levantaban entre la niebla y sostenían un peñasco basto y poco trabajado que hacía de dintel. Quedaba el hueco suficiente para que por aquel vano cruzasen dos personas sin estorbarse, e incluso un tipo tan grande como Santiago pudo cruzar la puerta sin rozar tan siquiera los lados. Parecía algo sacado de otra época. No, se corrigió a sí mismo, era algo sacado de otra época, de un tiempo tan remoto que las personas que habían levantado aquel lugar seguramente ni siquiera pensaban como él.
Entonces tropezó con la segunda sorpresa. Al principio pensó que era un resto que había quedado abandonado por las brigadas de construcción del parque eólico, quizá un envoltorio de plástico de alguna pieza, o alguna basura por el estilo. Era una mancha blanca en el suelo, medio oculta por los jirones de la niebla, pero que destacaban con claridad sobre el fondo oscuro de las rocas y el musgo. Avanzó un par de pasos y se detuvo como si le hubiesen dado una descarga de alto voltaje.
Santiago era un tipo valiente -tenía que serlo para subirse a aquellos condenados chismes-, pero sus pelotas se transformaron en un par de canicas de hielo que pugnaban por esconderse dentro de su cuerpo.
A sus pies, justo al otro lado de la puerta, yacía una chica joven de no más de veintitantos años. Era rubia y estaba muy pálida, casi del mismo color que el vestido blanco de novia que llevaba puesto. Tenía las manos cruzadas sobre su regazo y el pelo estaba desparramado alrededor de su cabeza, dispuesto de forma cuidadosa a modo de corona dorada. A sus pies había numerosas flores, pero lo más perturbador era lo que sostenía entre las manos.
Aquella chica estaba muerta. Total y absolutamente muerta, y no hacía falta ser un forense para dictaminar aquel hecho. Porque entre sus dedos largos y delicados sostenía un trozo de carne de color rojo brillante y aspecto acuoso. Su propio corazón.
En medio de su pecho había un enorme boquete de bordes sonrosados que iba creciendo como una flor a medida que la sangre que aun manaba lentamente iba tiñendo el vestido blanco de color rojo, y el órgano que debería estar dentro del pecho se había convertido en el ramo de novia más insano y perturbador que nadie pudiese haber imaginado jamás.
Un regusto ácido trepó por su garganta, en una oleada incontrolable. Santiago se inclinó para vomitar contra la puerta, pero solo fue capaz de emitir unos jadeos agónicos. Entonces su mirada se detuvo en una mancha oscura situada a sus pies.
Al ritmo lento de una pesadilla, levantó los ojos y siguió el reguero de (sangresangresangre) aquella cosa hasta llegar al fardo de ropa que estaba al final del camino de gotas. Tirado como un saco de desperdicios, en una pequeña hondonada, el cuerpo sin vida de Javier le contemplaba con una expresión de terror infinito dibujada en los ojos. Alguien había abierto una extraña sonrisa roja en su cuello y a través de la herida se veían trozos de tendón y músculo que no deberían estar a la vista.
Santiago dejó caer la llave, sin saber que estaba repitiendo el mismo gesto que había hecho su compañero apenas diez minutos antes. Un gemido sordo, más un balido de terror que otra cosa, se escapaba de su garganta. Con los ojos fuera de las órbitas miraba en todas direcciones, mientras una sensación húmeda y cálida se extendía por sus pantalones.
Más tarde no recordaría cómo había hecho el trayecto hasta el Navara aparcado al lado del camino. Cuando intentó reconstruir aquel momento, a lo largo de las noches siguientes, siempre le faltaba aquel pedazo, como si su cerebro estuviese tan sobrecargado que se hubiese negado a seguir almacenando información. Solo los arañazos en las manos y la cara le hacían sospechar que había ido a tropezones, medio caminando y medio a rastras, hasta llegar al todo terreno.
Pero de lo que sí se acordaba perfectamente era de la sensación inequívoca de que allá arriba, mientras huía gimiendo, meado como un niño pequeño y devorado por el terror, no había estado solo (pp. 23-25)