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LA ENVIDIA

 

 

LA ENVIDIA

 
La envidia es el único pecado que no comporta placer. Se trata de una enfermedad hepática que poco a poco te va volviendo amarillo. Todas las personas tienen ese virus inoculado: unos lo desarrollan más y otros menos. Para que ese virus se manifieste es necesario que alguien próximo o afín, amigo o enemigo, obtenga un éxito de cualquier clase. En ese momento sientes una punzada en la boca del estómago, seguida de una caída de ánimo. Sé de algún escritor que, ante el premio concedido a un colega, ha llegado a tener 40 de fiebre e incluso ha vomitado. Pero normalmente la gente sencilla supera la fase leve de esa enfermedad, si bien a lo largo de la vida la buena fortuna de los demás, junto a los sueños no realizados o a la gloria que ya se fue, va dejando un poso que aflora con un pliegue de amargura en los labios.

El dolor que causa en algunos el bien ajeno solo se compensa con el consuelo que produce su desgracia. No se comprende por qué, siendo una enfermedad grave, encima la envidia es un pecado capital digno del infierno. Sin duda será porque en su fase aguda, cuando el virus está muy desarrollado, el envidioso se convierte en un enemigo peligroso que se oculta tras una sonrisa y que puede apuñalarte por la espalda mientras te abraza.

Hasta aquí el resultado de esta pasión es bien conocido. No obstante, la envidia alcanza su grado aún más morboso si el virus llega al límite de su desarrollo. Resuelto a anular el objeto de su dolor, el envidioso está resuelto a sacrificarlo todo: su prestigio, su fortuna, cualquier código e  incluso la propia vida.  En las altas esferas de la política, de las finanzas, de las empresas o de la creación artística, la envidia es una bomba pilotada por camicaces  que se lanza contra el causante del mal con el deseo de arder juntos entre los mismos escombros. A veces el envidioso trata de ennoblecerse pensando que eso que siente es odio y en ello busca también un placer característico, pero ambas pasiones se repelen. El odio libera y la envidia mata. Esta enfermedad no se cura con la muerte, sino con la ruina total del adversario.
MANUEL VICENT, El País, 1997


story | by Dr. Radut